28 diciembre, 2007

Para vivir un gran amor

Así se llama un libro escrito por Vinicius de Moraes y que cada vez que lo releo, leo, y vuelvo a releer sigo descubrienndo su sensibilidad, humor y la simplicidad y belleza de su poesía.

Aquí comparto 3 escritos de ese libro maravilloso.


UNA MUSICA QUE SEA…

…como los mas bellos armónicos de la naturaleza. Una música que sea como el sonido del viento en el cordaje de los navíos, y que aumente gradualmente de tono hasta alcanzar aquél que engendra una recta ascendente hacia el infinito. Una música que sea el sonido del viento en una enorme arpa plantada en el desierto. Una música que sea como la nota lacerante de cómo el sonido de las ramas altas de los grandes árboles azotados por los temporales. Una música que sea como el punto de reunión de muchas voces en busca de una armonía nueva.

Una música que sea como el vuelo de una gaviota en un alba de nuevos sonidos…




UNA MUJER LLAMADA GUITARRA

Un día, circunstancialmente, le dije a un amigo que la guitarra era “la música” en forma de mujer”. La frase le encantó y la anduvo desparramando como si constituyese lo que los franceses llaman un mot d´espirit. Lamento aclarar que no tiene nada de eso; es la pura verdad de los hechos.

La guitarra no sólo es la música (con todas sus posibilidades orquestales latentes) en forma de mujer, sino, como todos los instrumentos musicales inspirados por la forma femenina – viola, violín, mandolina, violoncello, contrabajo-, el único que representa a la mujer ideal: ni grande ni pequeña; de cuello alargado, hombros redondos y suaves, cintura fina y ancas plenas; cultivada pero son jactancia; remisa a exhibirse a n ser de la mano de aquél a quien ama; atenta y obediente a su amado pero sin pérdida del carácter y la dignidad; y tierna, sabia y apasionada en la intimidad. Hay mujeres-violín, mujeres-violoncello y hasta mujeres-contrabajo. Pero de qué modo se rehúsan a establecer esa íntima relación que ofrece la guitarra; de qué modo se niegan a permitir el canto, prefiriendo convertirse en objeto de solos o en parte de orquestaciones como no saben responder al contacto de los dedos para vibrar – en beneficio de agentes excitantes como arcos y púas, siempre quedarán relegadas, finalmente, por las mujeres-guitarra, que un hombre, cada vez que lo desee, puede tener cariñosamente entre sus brazos y pasar con ella horas de maravilloso aislamiento, sin necesidad de sostenerla en posiciones poco cristianas, como ocurre con los violoncellos, ni estar obligatoriamente de pie delante de ellas, como suele acontecer con los contrabajos.

Hasta una mujer- mandolina (vale decir, una mandolina) si no tiene la suerte de encontrarse con un Jacob, está perdida. Su voz es demasiado estridente como para que se le soporte más de media hora. Y es en este aspecto que la guitarra (o sea la mujer-guitarra) lleva todas las de ganar. En las manos de un Segovia, de un Barrios, de un Sanz de la Mazza, de un Bonfá, de un Baden Powell, puede brillar tanto en sociedad cuanto un violín en las manos de un Oistrach o un violoncello en las manos de un Casals. Mientras que aquellos instrumentos difícilmente podrán alcanzar el toque o la bossa peculiares que una guitarra puede tener, ya sea tocada desastradamente por un Jayme Ovalle o un Manuel Bandeira, ya francamente por un Joao Gilberto o aun por el mulato Zé-com-Fome, de la favela del Esqueleto.

¡Divino, delicioso instrumento que combina tan bien con el amor y todo lo que, en los instantes más bellos de la naturaleza, induce al abandono maravilloso!. Y no es porque sí que uno de sus más antiguos ascendientes se llame viola d´amore, como preanunciando el dulce fenómeno de tantos corazones heridos a diario por el melodioso acento de sus cuerdas…

Hasta en la manera de ser tocada – contra el pecho. Recuerda a la mujer que se anida en los brazos de su amado y, sin decirle nada, parece suplicar con besos y caricias que él la tome toda, la haga vibrar en lo más hondo de sí y la ame por encima de todo, pues de lo contrario ella nunca podrá ser totalmente suya.

Ubíquese en un cielo alto una Luna tranquila. ¿Acaso pide un contrabajo? ¡Nunca! ¿Un violoncello? Quizá, pero sólo si detrás de él hubiese un Casals. ¿Una mandolina? ¡Ni por asomo! Una mandolina, con sus tremolos, le perturbaría el éxtasis luminoso. Y entonces (me dirán) ¡ qué pide una Luna tranquila en un cielo alto? Y yo les contesto: una guitarra. Pues de entre los instrumentos musicales creados por la mano del hombre, sólo la guitarra es capaz de oír y de entender a la Luna.



MÉDICO DE FLORES

Buenos Aires, octubre del 59. – Yo podría – como aquel ingenuo nuevo rico que hizo imprimir sus tarjetas: Fulano de Tal, ex pasajero de Cap Arcona – mandar a colocar en las mías, su las tuviese: V. de M., ex pasajero de Caravelle. Pues la verdad es que acabo de ingresar en la era del jet puro, con un vuelo de Montevideo a Buenos Aires. Vuelo fulminante ya que apenas habíamos subido cuando el piloto estaba resolviendo los problemas de aterrizaje. Debido a la corta distancia del trayecto (para un jet), no fue posible tomar la altura ideal de 12.000 metros, donde la serenidad es casi total y la vibración casi nula; pero de cualquier manera la Bien–Amada y yo hallamos emocionante volar a 7.000 metros, a una velocidad de 800 kilómetros horarios y a una temperatura externa de 30° bajo cero. Y dentro del avión todo calentito, como debe ser.

En tierra, que todavía es mejor, la temperatura también está como debe ser, en esta buena ciudad de Buenos Aires. Hace un rato, al andar rodando por ahí, me acordé de mí mismo, 14 años atrás, paseando por estas mismas calles en compañía de Aníbal Machado y Moacir Werneck de Castro. Éramos casi tres lustros mas jóvenes y estábamos contentos de la vida porque habíamos escapado por milagro del desastre del six – motor francés Leonel de Marmier (en un vuelo entre Río y Bs. As.), que consiguió amenizar nadie sabe cómo en una laguna cercana a la ciudad de Rocha, en plena pampa uruguaya, después de que una de las hélices, que se desprendió del motor, le cortara de arriba abajo la notela y entrara, avión adentro, en una carnicería de la que más vale no hablar. La duración del desastre fue de 6 minutos: 6 terribles minutos de expectativa ante la muerte. Válganos, en la era del puro jet, saber que probablemente el individuo se desintegrara en caso de accidente.

Hoy, domingo 25, en compañía de mi muy querido, leal y valioso amigo Lauro Escorel, secretario de embajada en Buenos Aires, dimos un gran paseo en automóvil que nos llevó para el lado de Palermo. La ciudad dominical estaba tranquila, fría y con un cielo neblinoso. Recuerdo que, en un determinado momento, al pasar ente una enorme edificación totalmente amurallada, el ensayista de El pensamiento político de Maquiavelo nos dijo que aquél era el sitio donde son “tratadas las aguas que abastecen a Buenos Aires. Quedé pensando que, más todavía que “ex pasajero del Carnavelle”, me gustaría imprimir en mis tarjetas: V. de M., médico de aguas. Sería presentado así a la gente en la fiestas, en vez de como poeta o diplomático. Y ante la extrañeza que causaría el título, yo confirmaría gravemente:

- Sí, señora, médico de aguas, para servirla…

Después dejé volar la imaginación y me encontré con que médico de flores sería todavía más hermoso. ¡ Qué linda y honesta profesión para ejercer!. Y como sería el único en Río, no daría abasto, con una clientela capaz de provocar envidia a mis amigos los doctores Clementito Fraga Filho, Marcelo Gacía e Ivo Pitanguy, cada uno en su especialidad. Así, me hallaría muy cómodo en mi consultorio y de pronto mi madre, afligidísima, telefonearía: “Hijo mío, ven rápido que mis rosas están por morir…” Y yo partiría con mi maletín para auscultar el corazón de las rosas, aplicarles la coramina de las flores, hacerles transfusiones de savia, reavivarles los colores, la fragancia, la belleza. Y apenas llegado a casa ya habría recados de millones de amigas preocupadísimas con sus azaleas, sus redodendros, sus claveles. Y yo volvería feliz y diría con orgullo y alegría a la Bien–Amada: “- Creo que conseguí salvar las rosas de mi madre”. Y la Bien–Amada se pondría muy contenta y me daría un beso. Y también atendería gratis a las flores y pobres, y en la calle todas las damas me sonreirían con simpatía y respeto, saludándome con graciosos ademanes. Y yo les retribuiría los saludos con la circunspección que debe tener un médico de flores.


Algo para sus oídos y espíritu

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